Es una mañana bastante fría. Son los primeros días del mes de diciembre y las puertas del invierno ya se adivinan entreabiertas. Cada año pensamos que es el más frío. En nuestra memoria ha quedado camuflado el recuerdo de otros años.
Para Elena, el recuerdo queda tan lejano que es casi inexistente, pero su actitud no es la de lamentarse por estar helada, al contrario. Siente que el aire gélido que atenaza su cara le está abriendo la puerta de unas sensaciones casi desconocidas para ella.
Al mismo tiempo, la ausencia de nubes hace que el sol, que en esa época del año tiene un tono casi descolorido, nos resulte tan reconfortante. Sin embargo para Elena, resulta casi molesta esa blancura. Tiene que comprarse unas gafas de sol cuanto antes. Sus pupilas no están acostumbradas a soportar esa luminosidad. No obstante no recordaba que fuese tan gratificante recibir las inclemencias del tiempo. Todas las sensaciones que la envuelven se pueden resumir en una sola palabra: LIBERTAD.
Quedan unos veinte días escasos para que termine el siglo XX. Para el resto de los mortales esto representa una serie de cambios que hasta resultan un tanto vertiginosos. Se cuestiona que los sistemas informáticos puedan soportar el efecto de un cambio de dígitos. Nadie se atreve a pronosticar una seguridad en cuanto a la fiabilidad del sistema y se respira una inquietante expectación.
A Elena la envuelve un halo de ignorancia que a la vez que la desconcierta, la protege. La verdad es que no entiende nada de nada, pero al mismo tiempo se deja arrastrar por esa sensación de vértigo que supone el dar un gran salto hacia delante. No sabe hacia dónde va, pero sí que está completamente segura de dónde quiere alejarse. Lo que quiere dejar atrás. El cambio de siglo ha tomado la forma de un gran trampolín que la va a ayudar. Frente a los veinte días que hay por delante hasta alcanzar el siglo XXI, quedan más de veinte años por detrás en los que su vida ha permanecido dentro de una especie de cápsula, burbuja o caparazón, donde toda la protección que había sentido en los primeros años, se había convertido poco a poco en una opresión que en los últimos meses le impedía hasta respirar.
Ha permanecido más de la mitad de su vida en un convento de clausura.
Al mismo tiempo que unos pasos le llevan camino de la estación, otros pasos recorren la trayectoria que había seguido su vida en esos más de veinte años. Todavía siente la necesidad de comprender todo lo que le ha pasado.
Siempre recordaba el día que atravesó la puerta para quedarse. Tuvo tal sensación de paz y cobijo que apartó de su mente cualquier recuerdo que le hiciese añorar la vida en el exterior. Se sentía protegida de la tentación de poder desear algo, aunque en realidad ni tan siquiera sabía qué le podría hacer caer en el pecado. Había sido educada en un ambiente muy estricto, siempre con el temor del castigo y con la opresión pululando ante cualquier acto que supusiera un momento de diversión. Era complicado desenvolverse ante situaciones tentadoras, por lo tanto era mucho más sencillo aislarse del mundo. Entre aquellas paredes estaba a salvo de los avatares de la vida. Se sentía protegida y feliz. No necesitaba cuestionarse una vocación. Simplemente se dejaba llevar.
Se despidió de su nombre para adoptar el de sor Camelia.
Por su carácter amable enseguida hizo buenas migas con las otras novicias que tenían más o menos, su edad. Había una hermana ya bastante mayor, sor Sagrario, que se dedicaba a hacer los dulces que gozaban de muy buena fama y que eran una fuente importante de ingresos para la congregación. Estaba empeñada en que sor Camelia aprendiese el oficio, pues ya se sentía algo mayor y quería encontrar una sustituta para que tuviese continuidad esta actividad. Pero el arte de la repostería no era precisamente una cualidad de la nueva aprendiza. En más de una ocasión había combinado algunos ingredientes cuyo resultado no se parecía en nada a las delicias que tan buena fama le habían dado al convento. Era una buena ayudante en la cocina, pero nada más.
Por otra parte, estaba el taller de costura y bordados. Allí se hacían verdaderas filigranas. Todos los días dedicaban un par de horas al aprendizaje de estas labores que también gozaban de un gran prestigio. Ella hacía lo que podía pero tampoco era algo en lo que volcase todo su ingenio.
La jardinería y las manualidades eran actividades en las que también se sentía muy a gusto, pero en ninguna de ella destacaba como para plantearse llegar a ser especialista o encargada de alguna de estas secciones.
Todos estos quehaceres se llevaban a cabo en el más profundo recogimiento pues es una característica de estos conventos cobijarse en el silencio.
A las muchas horas que dedicaban a rezar, le seguían otros momentos en que la meditación y la vida interior adquirían un papel importante.
Sor Camelia, entre sus pensamientos, se encontraba de vez en cuando con alguna frase que tenía que escribir antes de que se le olvidara. Poco a poco fue hilvanando palabras y moldeándolas sutilmente. En ellas encontró una forma de llegar a estar más cerca de ese sentimiento espiritual del que hacían alarde las otras hermanas cuando ensalzaban su vocación. Fue un gran descubrimiento para ella sentirse tocada por la magia de la poesía. Y un gran privilegio poder dirigirse a Dios a través de esos versos que le hacían sentirse llena de fe y de amor.
No pudo ocultar por mucho tiempo esta nueva afición. Los comentarios de las demás hermanas llegaron a oídos de la madre Superiora que estuvo encantada cuando leyó aquellos dulces poemas tan espirituales. En poco tiempo se convirtió en la encargada oficial de seleccionar los cánticos para las misas e incluso de componer nuevas letras para adaptarlas a los distintos eventos que se hacían en la celebración de los actos religiosos. A veces, sus poemas eran auténticas plegarias que invitaban a rezar. Nuestra hermana había encontrado su lugar: un espacio en el que se sentía tan realizada, que a veces tenía miedo de que se terminase aquella magia.
Pero no se agotaba esa fuente que había surgido en su interior y así fue transcurriendo el tiempo. Fueron unos años muy placenteros. Por fin, se había encontrado a sí misma.
Y envuelta en el afianzamiento de su fe, tomó los hábitos.
Cada vez necesitaba expandirse más y poco a poco recorría otros ámbitos. Era reconfortante descubrir que podía comunicarse con las flores, con los pájaros, con las nubes a través de las palabras. Aunque a veces se sorprendía escribiendo alguna estrofa que en seguida se apresuraba a destruir.
Pero fue descubriendo algo más. Podía avanzar más. Al principio sintió algo de vértigo pero era imposible detener esa inercia. Sus sentimientos brotaban como un manantial candoroso pero poco a poco fueron tomando fuerza, emanando a borbotones.
Al mismo tiempo que se sentía embriagada, afloró en ella el sentimiento de culpabilidad y el temor de que llegasen a manos de la madre Superiora aquellos retazos de sus más profundas sensaciones. ¿De dónde sacaba aquellos sentimientos tan desconocidos para ella?. Eran auténticos poemas de amor. Y no precisamente de carácter espiritual. Pero, ¿qué sabía ella de esa clase de amor?
Se sentía bastante perdida, pues no acertaba a comprender cómo podía sentir aquellas emociones y de dónde surgían. Temía descubrir que existía un vacío en lo más profundo de su alma, pero ¿por qué después de tantos años?. Habría sido más lógico tener esos sentimientos cuando era una veinteañera, pero después de los cuarenta… ¿tenía sentido lo que le estaba ocurriendo?.
La paz y el sosiego que había sentido durante tantos años se iban desvaneciendo poco a poco. De vez en cuando su salud se resentía y pasaba temporadas sumida en una depresión que llegaba a preocupar a la madre Superiora, que la animaba para que siguiese escribiendo.
Y lo hacía, ¡vaya que lo hacía!. En sus largas noches de insomnio, memorizaba versos que a la mañana siguiente se apresuraba a escribir y así fue completando un poemario al que tituló: ALLÍ DONDE NUNCA FUÍ :
El claro de luna besa
tu silueta plateada,quién fuese labios de luz
para acariciar tu estampa.
Notar la piel erizada
tan solo por tu presencia
y ese fuego en la mirada
que sin quemarme me quema.
Después de muchas horas de meditación y de noches enteras de angustia, se decide a confesar a la madre, lo que la tiene turbada.
Jamás había sentido tanta vergüenza. Era, como desnudarse delante de alguien, para quien todo tu interior está lleno de defectos. Fue una jornada nefasta e inolvidable. Camelia tuvo que oír críticas muy duras y reproches que en su momento sentía cómo le quemaban por dentro. Con el tiempo y la distancia llegó a desprenderse de ese sentimiento de culpabilidad, pero cuando salió de aquel despacho, tenía la sensación de que su vida estaba destrozada.
Disponía tan sólo de unos días para abandonar el convento si no recapacitaba y se sometía a una serie de penitencias que le permitiesen seguir en la orden, pero sin tener la encomienda a la que estaba dedicada actualmente.
No podía pensar con claridad. Si se quedaba, no iba a poder seguir haciendo su labor, pero si se marchaba…. ¿qué iba a ser de ella?, ¿dónde iba a encontrar un hueco en una sociedad de la que había estado apartada media vida?
Tuvo que sacarle partido a esos escasos días de los que disponía para organizar su salida del convento. La visita de su hermano atendiendo a su llamada, no ayudó en nada a que se sintiese un poco arropada. Por el contrario, este no tuvo inconveniente en mostrarle la contrariedad y el problema que suponía la vuelta de Elena al hogar familiar.
Era la casa de sus padres, pero al estar ella en el convento, su hermano había dado por hecho que era él, el único beneficiario y, junto con su numerosa familia, la disfrutaba y la llenaba. No había sitio para más gente.
Por otra parte, le reprochaba que se hubiese aislado de los problemas a los que él había tenido que hacer frente durante todos los años que había permanecido apartada de todo. Había mucho resentimiento en sus palabras.
La salida del convento era el reverso de lo que había sentido el día que entró. Toda la paz que la envolvió cuando atravesó esa puerta hace veinticinco años, se convirtió en un cúmulo de inquietud, temor, recelo e inseguridad que le atenazaba las ideas y le impedía pensar con claridad. Solamente tenía algo a lo que aferrarse con todas sus fuerzas: sus poemas. Los utilizaba como oraciones y los iba rezando. Era el pulmón que le permitía respirar y liberarse de la angustia que la ahogaba.
Los días que siguieron fueron casi más traumáticos. Tuvo que enfrentarse a la indiferencia de unos familiares a los que casi no conocía, con el agravante de que su llegada suponía que tenían que compartir con ella lo que había pertenecido a sus padres.
Después de varias gestiones, en las que tuvo que ceder y conformarse a recibir lo que estaban dispuestos a ofrecerle, se despidió por segunda vez de sus débiles raíces con la sensación de que ya no quedaba nada que le retuviese en el lugar donde nació, pero ¿existía algún lugar donde hubiese algo que le pudiese dispensar un ápice de acogimiento?.
No conocía nada del mundo. Las clases de geografía le permitían situar un lugar en el mapa, pero desconocía por completo cómo se vivía en otro sitio que no fuera su pueblo, su entorno. Un pueblo de Castilla, de donde nunca había salido.
Y nunca había visto el mar. El mar… Ese fue el detonante. Ese pensamiento fue el motor que le permitió proveerse de un atisbo de ilusión. ¡Cuánto tiempo hacía que no sentía algo parecido!.
Sin haberlo visto, ya intuía que iba a despertar en ella nuevas emociones. Se tenía que acostumbrar a darse permiso para dar rienda suelta a sus sentimientos.
Después de un trayecto más corto de lo que apuntaba el panel de la estación, llega a su destino. Es mediodía. Tiene la dirección de un hostal que le habían facilitado en una agencia, pero lo primero que hace es seguir su instinto. Tiene que ser calle abajo donde dirigirse para encontrarlo.
De momento descubre que ya no tiene frío. A la temperatura más cálida de este lugar, hay que añadir la emoción que siente. Va cargada con una voluminosa maleta, pero no le pesa. Se siente ligera como si todos sus pesares se hubiesen quedado en el andén de la estación de origen.
Sus sentidos comienzan a alborotarse. No sabe cómo es posible, pero ya lo respira y en su piel siente la caricia de una brisa desconocida para ella. Cuando ve aquella imagen ante sus ojos, tiene la más absoluta convicción de que ese es el lugar donde ella quiere respirar, sentir, escribir, amar y vivir:
EL MAR.
Sentada sobre unas rocas permanece aislada de todo lo que ha dejado atrás. Pierde la noción del tiempo y, al cabo de unas horas, se sorprende sintiendo una sensación extraña. Se supone que debe estar desmayada pues recuerda que no ha comido en todo el día, sin embargo el paisaje que tiene ante sí, ha alimentado tanto su estómago como su espíritu. Se siente cargada de energía.
Ha llegado el momento de luchar por encontrar el sitio donde resguardar sus vivencias.
Lo primero que tiene que resolver es su futuro económico. Sus pertenencias le van a permitir salir adelante por una temporada, pero una temporada corta.
Esa noche queda sumida en un profundo sueño bastante reparador. A la mañana siguiente, el amanecer llega provisto de una idea que la mantiene ocupada todo el día: se siente capaz de poder trabajar como ayudante en algún negocio que se dedique a la repostería, pues no en vano había estado muchos años elaborando las famosas pastas del convento. Deja su dirección en varios sitios, se arma de paciencia y se dispone a esperar.
Van pasando los días. En algún momento siente preocupación por la ausencia de llamadas, pero su tiempo está tan lleno de nuevas sensaciones que casi agradece poder disfrutar de todo lo que está descubriendo.
Es un mundo nuevo, un año nuevo, un siglo nuevo. Ella misma es una persona nueva. Se siente envuelta en los festejos de fin de año. En el hostal organizan una cena especial en la que todos celebran la llegada de esa nueva etapa. Es nueva para todos, pero sobre todo para Elena. Se siente como si le hubiesen puesto una alfombra roja para recibirla en su nueva vida.
Unos días después, por mediación de la dueña del hostal, entra a trabajar en un despacho de pan con posibilidad de ayudar en el obrador.
Poco a poco empieza a sentirse arropada por todo lo que le rodea. Sus jefes, un matrimonio algo más joven que ella, la acogen con mucho agrado. Están encantados de ver los conocimientos que aporta. Luego está el trato con los clientes. Jamás hubiese imaginado que podría sentirse tan resuelta y tan cómoda hablando casi todo el día.
Por la tarde, cuando termina su jornada, se recoge en el silencio de su habitación y desgrana sus más bellos pensamientos sobre el papel.
Un día, envió un poema a una revista y cuál sería su sorpresa cuando, aparte de publicárselo, le contestaron invitándola a que enviase más. Así se creó una correspondencia cuyo intermediario, Tomás, el cartero, es testigo de los destellos que iluminan la cara de nuestra reconocida escritora cada vez que recibe alguna carta. Él se siente, de algún modo, un poco el causante de esas muestras de alegría.
Ella le atribuye a él, el mérito de ser el portador de esas ráfagas de ilusión y poco a poco se ve envuelta en un sentimiento extraño, nuevo, pero no desconocido. Le es muy familiar esa sensación. Tomás es un hombre afable, tranquilo y de sonrisa amable. Elena se siente ruborizada cuando le reconoce como protagonista de sus poemas. Y no tan solo de los que está escribiendo actualmente. Es como si lo reconociera en aquellos primeros versos que, sin saber cómo, se habían colado entre las cuatro paredes de su celda.
Aquel sentimiento de culpabilidad se fue diluyendo y se ha convertido en una sintonía que les acompaña en esos largos paseos por la orilla de la playa y en esas tardes en las que Elena va leyendo sus poemas ante la mirada cálida de Tomás.
Ella puede ver, ahora, las caras de las personas para las que hace sus dulces y puede mirar a los ojos a la persona para la que escribe sus versos.
allí donde nunca fui
sé que acabo de llegar.
Elena
Marisol - Junio, 2012
PALAU DE LA MÚSICA DE VALENCIA VIII FESTIVAL DE CIUDADANOS MAYORES DE LA COMUNIDAD VALENCIANA 30-9-2012 |
Un día inolvidable en muy buena compañía.