Publicada en la revista de Fiestas Mayores de Elda.
Septiembre, 2014
Todo estaba casi a punto para la celebración del cuarto centenario de la llegada de los Santos Patronos. Al día siguiente, la Plaza Castelar sería un magnífico escenario. El coro tenía ya su sitio preparado y quedaba justamente bajo del balcón de mi casa. Podría decirse que estábamos en primera fila, pero había un obstáculo: un frondoso árbol había trepado ocupando todo el espacio que había entre mi balcón y la panorámica del escenario, parte de la zona de las sillas y la tarima del coro.
Se podría disfrutar del ambiente, pero con poca visibilidad. A mí, me daba igual, pues yo tenía reservado mi sitio: cantaba en el coro. Lo sentía por mi madre, pues no podría disfrutar plenamente de la celebración si se quedaba en casa, y bajar al jardín le resultaba un gran esfuerzo por su limitada estabilidad que le impedía estar de pie.
A principios de septiembre, el tiempo suele sorprendernos con alguna tormenta, y esos días estábamos un tanto expectantes. Temíamos que se empañase aquella celebración. Al final, tuvimos suerte, pero la noche anterior se movió una fuerte ventolera. Por la mañana todo estaba en calma y cuál sería nuestra sorpresa, cuando vimos que el impresionante árbol que tapaba nuestro objetivo ¡estaba en el suelo! Por suerte no había causado ningún daño. Tuvieron que apresurarse en cortar y retirar todas las ramas para que todo estuviera a punto para la hora de los actos. Y mi balcón, en primera fila.
Todo fue muy emotivo, pero hubo algo que hizo aquel día aún más especial: cuando mi madre vio aparecer a la Virgen, sacó una mantilla de blonda y la sacudió al viento.
Una mantilla de blonda
voló acariciando el viento
perfumado por la imagen
de la Virgen, y un recuerdo.
Como una preciada joya,
envuelta en papel de seda,
conservaba el dulce aroma
de mi madre y de mi abuela.
Con solo dieciséis años,
allá en el mil novecientos,
la estrenó para acoger
al siglo en su nacimiento.
Después, las dos la lucieron
en días muy señalados:
la misma celebración
y un espacio de cien años.
Con veinte abriles, mi abuela,
en mil novecientos cuatro,
sublime acontecimiento
el del tercer centenario.
Cien años después, mi madre,
con orgullo y emoción,
en el cuarto centenario,
el de la coronación.
Con mimo la guardaré
y, aunque pasen muchos años,
en suave papel de seda
conservaré ese entusiasmo.
Entre su encaje sutil,
siento un calor especial,
unas suaves vibraciones
que me dan cobijo y paz.
Para mí, siempre será
la joya más apreciada
con tres madres habitando
en tan cálida morada.
Esa mantilla de encaje
tiene candor, tiene luz.
¡Que siempre luzca radiante!
¡Oh Virgen de la Salud!
Marisol, 3-2-14